martes, 13 de julio de 2010

El beso perdido

El sol de Octubre comenzaba a aparecer por el horizonte. La silueta de la ciudad se dejaba ver poco a poco, ganándole terreno al añil del cielo nocturno. Comenzaba un nuevo día, aunque para Álvaro, era exactamente igual que todos desde hace demasiado tiempo. El tiempo que llevaba esperando...

Como cada día, se vio paseando por la ciudad, recorriendo despacio cada rincón que le traía algún recuerdo, cada lugar que tenía algún significado para él. Un paseo que tenía siempre el mismo final. Cuando llegó a la playa se sintió en casa. Había llegado a su hogar, al sitio donde había pasado más tiempo durante los últimos años. El sitio que le escuchaba, que le comprendía, que lloraba y soñaba con él. El sitio que conocía hasta el rincón más recóndito de su apenado corazón y que le había visto muchas lágrimas suyas, demasiadas quizá…

Un beso, un abrazo, una caricia… acompañados de un poco de amor… se preguntaba si era la única persona del mundo que nunca había sentido esas cosas, que nunca había sentido unos labios, que nunca había podido decir “Te Quiero” con una mirada. Cada lágrima que nacía de sus ojos iba cargada de rabia, de pasión, de cariño, de sentimientos… de amor… de todo el amor que le inundaba, de todo el amor que tenía para ofrecer, pero que seguía siendo suyo, que seguía encerrado en su interior sin poder encontrar otro corazón con quien compartirlo…

No tenía hambre, no tenía sed, no tenía sueño, solo sentía tristeza y desolación, ganas de gritar, aunque nadie le oyera. El mar se había convertido en su mejor amigo, en su confesor, en su guía. Pasaba los días enteros en compañía de las olas, caminando por la arena, escuchando el sonido de las mareas, sintiendo, deseando, llorando…

Así pasaban los días, los meses, las estaciones, veía como Sol le ganaba la batalla a la noche en el reloj con cada Primavera, y como volvía a perderla con la llegada del Otoño. Veía llover, veía escampar, el Sol, la Luna, las estrellas… y la desesperanza. Esa amiga inseparable que cada día ocupaba más hueco en su corazón. Esa cruel inseparable que le acompañaba a cada sitio que iba, que nacía cada atardecer, que menguaba cada amanecer, pero que se volvía más grande con cada minuto que pasaba.

Hasta aquella tarde… una fría tarde invernal, con el mar embravecido y el cielo gris.
Vio la silueta paseando lentamente por la arena. A medida que se acercaba, se dio cuenta de que tenía la mirada perdida y el rostro apagado, algo que por desgracia, él conocía muy bien. La chica pasó delante de él, a escasos metros de dónde estaba y siguió caminando. Álvaro se preguntaba si ella le había visto, ya que juraría que miraba hacia él cuando se estaba acercando. Cuando salió de sus pensamientos, la chica ya se había alejado, aunque una extraña sensación crecía en su interior. 
Al día siguiente la volvió a ver, y al otro también. Ella se convirtió en un elemento más de sus estancias allí. Siempre con esos ojos medio inundados y esa tristeza en la cara que, eran también compañeros de Álvaro ¿Estaría ella en la misma situación que él? Quizá nunca lo supiera… o sí. Cada día que pasaba nacía una nueva mirada entre ellos, y crecía esa sensación dentro de Álvaro.

Pasaron los días y una tarde de Enero, él la vio aparecer, pero esta vez fue diferente. No llegó a pasar delante de él, sino que se sentó en la arena, a unos metros de donde estaba Álvaro. Él la miró y a los pocos segundos se encontró con la mirada de ella. Le regaló una tímida sonrisa y algo de rubor. Ella le devolvió el gesto y se acercó a su lado. Empezaron a charlar, algo que Álvaro tenía casi olvidado. Cuando acabaron de hablar ese día, se dieron cuenta de que la noche les había envuelto por completo sin que ellos se dieran cuenta. Se despidieron y en su última mirada, sabían que se volverían a encontrar al día siguiente.

El corazón de Álvaro llevaba mucho tiempo sin ver el más mínimo atisbo de luz, pero aquella tarde, un minúsculo punto comenzó a cobrar forma, aunque no lo hacía solo, puesto que el miedo iba con él de la mano. Deseaba la llegada del día siguiente. Y llegó, y con él el mar, y la arena, y ella… y ese día acabó y llegó otro, y cada día que pasaba se daba cuenta de que Lucía era la cosa más hermosa que había visto jamás. Que cuando estaba con ella los días eran como minutos. Cada palabra, cada mirada entre los dos, era como una pequeña bombillita que se iluminaba en su pequeño corazón. Los días fueron pasando y comenzó a sentir que lo hacían como las hojas de un libro que ve más cerca su epílogo. 

Con la llegada de un nuevo año, Álvaro se dio cuenta de que Lucía se había convertido en la razón por la que decidió quedarse… La larga espera, el tormento de su alma, los recuerdos de aquella noche, todo era ahora algo tan lejano que tenía la sensación de que acabara de despertar y no hubiera sido más que un mal sueño. Aunque ahora su verdadero sueño estaba agarrado de su mano. Deseaba estar con ella cada segundo de la eternidad, conocía cada gesto, cada lugar de su interior al igual que le pasaba a ella. Los dos corazones habían salido de aquella oscuridad que era su hogar. Habían conocido por fin la luz, la felicidad, el amor…

Aquella tarde, el lucero del alba comenzaba su viaje por el firmamento a través del horizonte rojizo de finales de inverno. Álvaro y Lucía estaban en silencio. Sus miradas eran tan penetrantes que casi podía llegar a saber lo que pensaba el otro. Sus manos entrelazadas como si estuvieran luchando contra una corriente que tirara de ellos en direcciones opuestas. Y entonces, el destino… Cerraron los ojos y antes de que pudieran darse cuenta, sus labios estaban bailando agarrados en un beso que fue la sensación más maravillosa que habían tenido en sus vidas. Un beso que ambos llevaban esperando demasiado tiempo. Un beso que sirvió para vaciar sus almas de todo atisbo de oscuridad. Un beso que quedó sellado con todo el amor, el cariño, las esperanzas que inundaban su interior. Un beso que desearon durara toda la eternidad. Y un beso que hizo florecer todos los recuerdos en la mente de Álvaro como si los hubiese vivido ayer mismo. 

De repente, silencio, oscuridad, frío… paz, tranquilidad. Una paz que pensaba que nunca llegaría, que nunca le sería otorgada pero que recordaba muy bien. Tal era esa paz que por un momento sólo existía él. No había playa, no había mar, no había nada… ni siquiera Lucía. Por un momento desapareció lo que le había hecho resucitar, la razón que le había devuelto la vida. Y entonces, los recuerdos… Como una ejército perfectamente ordenado, fueron desfilando uno por uno, sin siquiera tocarse. Recordó aquella noche, el acantilado, la tristeza, la vuelta a casa, el accidente, las ambulancias, el hospital, el pitido que de repente se hizo continuo… y el silencio, la oscuridad, el frío, la paz… y la luz… Esa luz que le decía que comenzaba el viaje. Esa mano que le indicaba el camino, que le invitaba a empezar… Sentía miedo, mucho miedo. No sabía qué hacer, pero sabía lo que quería, y sabía que su viaje no empezaría ahí, no en ese momento. No se iría vacío. No sin abrazar, sin besar, sin sentir, sin amar. Corrió, corrió como jamás lo había hecho y cuanto más lejana veía la luz, más miedo tenía. Le aterraba las consecuencias de su decisión, pero más le aterraba marcharse sin haber conocido el sentimiento más maravilloso que puede albergar un corazón. Siguió corriendo hasta que la oscuridad era absoluta, hasta que dejó de sentir su alma… y se durmió. Al despertar se sobresaltó, estaba perdido y desorientado. Tenía frío. Comenzó a caminar. Un camino hacia su destino…

El silencio, la paz, la oscuridad… y Lucía. Sus manos entrelazadas como si fueran una sola y de nuevo el choque de sus miradas. Y el resplandor. Esta vez no tenían ninguna duda, esta vez emprenderían el viaje. Todo el sufrimiento, las penas, la tristeza, habían caído en el olvido. Al fin sus almas se habían librado de la penumbra y podían empezar a vivir. Con toda la ilusión y la felicidad que se pudiera imaginar, caminaron hacia la luz, agarraron la mano que les invitaba… y se marcharon.

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